La película de
William Wyler transita por los caminos de lo abstracto. Las referencias al amor
físico son escasas y muy veladas. La atracción entre Heathcliff y Catherine
afecta sobre todo a sus almas, y el anclaje en la realidad es antes un
obstáculo que el medio para realizarse.
El prototipo de esa concepción lo representan las
rocas/castillo en las que los enamorados se refugian con frecuencia, el lugar
que han establecido como ámbito privado y exclusivo en el que puede cristalizar
su historia de amor. La separación con el mundo real, el que queda abajo, marca
su carácter idealizado, aunque sea este carácter el que se pretenda dotar de
realidad, de la realidad plena y perfecta de la que carece el otro.
Cumbres borrascosas (Wuthering
heights, 2011)
La versión de Andrea Arnold representa la otra cara de la
moneda. Frente a cualquier atisbo de idealización la naturaleza adquiere aquí
un protagonismo absoluto. Desde el primer momento, con la llegada de Heathcliff
a Cumbres borrascosas bajo la lluvia, con el ladrido de los perros, con las
marcas sobre su espalda que reflejan el sufrimiento vivido, se observa que el
planteamiento es completamente diferente.
Los planos de la naturaleza amenazante son constantes. Tan
sólo con la vuelta de Heathcliff tras su
fuga parece que el orden se ha restablecido, y la tormenta deja paso a una
visión más serena, con parajes soleados, árboles frutales, flores... Sin
embargo cuando la pasión reaparece lo hacen también el viento, la lluvia, las
tempestades...
Heathcliff representa
esa misma naturaleza, se integra perfectamente en ella. Tanto es así que cuando
le bautizan y le ponen nombre huye, como si no pudiera soportar semejante
carga, como si se sintiese constreñido hasta lo intolerable.
Desde esta perspectiva la relación con Catherine no puede
construirse sobre ninguna idealización. Lo que en el caso anterior comenzaba
siendo una amistad guiada por la
curiosidad, aquí manifiesta ya, desde el principio, su carácter sexual. La
misma actriz elegida para dar cuerpo a Catherine acentúa esa carnalidad a la
que el muchacho ni puede ni quiere sustraerse.
Pero además se incide en las miradas cargadas de pecado, en
los roces, en el contacto con la piel del caballo, en las insinuaciones... El
erotismo es físico, real, palpable. Ya no hay un castillo que los aleje de la
realidad, pues es esa realidad misma,
con todas sus imperfecciones, la que los subyuga.
Y así la muerte cobra un nuevo sentido. No es un tránsito
hacia algo mejor sino una barrera que detiene el deseo, un obstáculo
insalvable. Heathcliff no quiere alcanzar un estado más puro, y Catherine no lo
espera en ningún lado. Lo que el enamorado quiere es seguir apropiándose de
ella como si la muerte no hubiera acontecido, devolverla a la vida. Y de ahí
que bese a la muerta, la abrace, la acaricie. En ese momento el deseo se mezcla
con el dolor. Ambos se tornan indiscernibles.
La necrofilia de Heathcliff es literal. Ama a una muerta, le hace el amor,
alcanza un orgasmo con ella y, en su delirio, la ve deambulando por el campo.
Pero eso no es un consuelo ni una promesa de futuro, sino la constatación de su
fracaso.
Abismos de pasión(1953)
Abismos de pasión, como ocurre con frecuencia en el cine de
Buñuel, es una bofetada a las convenciones sociales. Hay que tener en cuenta
que la película data de 1953, época en la que no era fácil digerir alguna de
las cosas que el de Calanda pone en la pantalla, por mucho que ahora puedan
parecer triviales.
Dos aspectos distinguen la mirada de Buñuel de las que hasta
ahora hemos comentado: la violencia y la maldad (en ambos aspectos se recoge
con mucha más fidelidad lo que la novela expone). Violencia del medio en el que
se desarrolla la historia y maldad de los personajes, si bien sin las
exhortaciones de la censura moral. Maldad casi como estado natural e
ineludible.
La película se abre con unos disparos, con una mariposa
traspasada por un alfiler, con un pájaro preso por el mero hecho desatisfacer a
una voluntad caprichosa. Y a medida que avance el metraje se irán reproduciendo
tales escenas violentas, como la que nos muestra la matanza del cerdo o la
vileza de Alejandro (Heathcliff). En ese contexto suena ridícula la homilía de
Isabel, quien cree haber encontrado la causa del mal carácter de Alejandro en
la falta de ternura con la que le ha tocado vivir.
El amor que aquí se plantea es un amor infernal. La
variación en el título no es en ese sentido gratuita. Constantemente se repite
el carácter diabólico de Alejandro, y Catalina no duda en proclamar que quiere
a Alejandro más que a la salvación de su alma. Su amor, de hecho, no es de este
mundo, y por lo tanto no acabará con la muerte. Y desde la conciencia de tal
naturaleza, desde la seguridad de que no se puede luchar contra tal condición,
se construye la arrogancia de CMás allá de las normas sociales, escritas o no,
Catalina se regodea en el sufrimiento y en la ruindad de su amado. Cuando sabe
que es el nuevo dueño de su antigua casa ríe sin reparo. Cuando intuye sus
amoríos pasados se regocija y apiada a la vez de su inutilidad. Cuando observa
a su cuñada enamorada la delata con despreció y sin temor, segura de que el
amor de Alejandro nunca le será negado. Si algo no siente Catalina es ansiedad
ante su posible pérdida.
El amor que aquí se nos plantea es un amor salvaje, no
meramente entre seres salvajes. No tiene nada que ver con lo convencional, y
arrastra a la maldad a quienes lo experimentan, o se nutre de ella, lo que en
el fondo viene a ser lo mismo. Y no es un amor más, entre otros, sino que es el
auténtico amor, su esencia. Lógico pues que no se marchite con la muerte, que
la conciba como un pequeño inconveniente que no puede apagarlo. Catalina sabe
que su muerte no hará desaparecer la desesperación que ahora siente, la misma
que sentirá su amado aúatalina, el desprecio de Alejandro y la miseria en la
que se reconoce a quienes los rodean.
vivo. Y Alejandro sabe que esa vida sin su amada será
absurda, y de ahí su deseo de morir con ella.
La profanación de la tumba de Catalina, con ese símbolo
fálico que resume toda la carga sexual de la historia, y que eleva a su máxima
expresión la necrofilia en ella contenida, es un descenso a lo más primario del
ser humano, una bajada a los abismos infernales de su existencia, una
existencia para la cual la vida no es sino una anécdota secundaria.
Qué lejos de aquel castillo en las rocas por el que Laurence
Olivier perseguía a Merle Oberon.
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